Siguiendo el
hilo de la primera parte de este artículo, publicada en Nueva Tribuna el 31/10/2012,
habría que fiscalizar también el dinero y la actividad de las fundaciones
ligadas a los partidos políticos, especialmente para evitar que derivaran
fondos a la financiación de las campañas electorales, teniendo en cuenta la
propuesta que hacía a ese respecto. Ahora bien, el resto de la actividad de
dichas fundaciones quedaría exento de otro tipo de fiscalización que no fuera la
estrictamente penal o fiscal.
Uno de los
instrumentos más eficaces en la democracia participativa que muchos defendemos
sería la introducción de una consulta popular revocatoria a mitad de
legislatura, dada la especial querencia que algunos partidos políticos tienen a
incumplir flagrantemente sus programas electorales. El mandato ejecutivo del
Gobierno sería, por tanto, revocatorio, y sujeto a derogación por mandato
popular si la mayoría del electorado considera, por ejemplo, que el Gobierno se
ha desdicho de sus promesas o ha gobernado en sentido contrario a su ideología.
Esta no es una medida extemporánea pues la Constitución
boliviana, por ejemplo, la introduce en el sistema político y su actual
presidente, Evo Morales, ya se sometió a dicho referéndum revocatorio a mitad
de mandato, superándolo con creces. Y a quienes les resulta denigratorio
compararse con Bolivia, habrá que recordarles que una de las democracias más
admiradas del mundo, la estadounidense, celebra cada dos años elecciones a la Cámara de Representantes
-equivalente a nuestro Congreso de los Diputados- por lo que cada dos años se
renueva totalmente dicha Cámara. Dicho de otra manera, que en EE UU los
mandatos del poder legislativo duran solo dos años, pues también cada dos años
se renueva parcialmente su Senado. Luego quien argumente que no se puede
convocar a la ciudadanía cada dos años, que se lo haga mirar bien en EE UU.
Sin duda
alguna, el referéndum sería un instrumento habitual en cualquier democracia
participativa. Todas las leyes que supusieran un cambio de modelo (político,
social, económico, cultural…) deberían someterse al voto popular. Desde luego,
todas las leyes orgánicas, también. Habría que elevar, eso sí, la mayoría
requerida para la aprobación de leyes en el Congreso. Por ejemplo, las leyes
ordinarias deberían ser aprobadas por mayoría absoluta y no por mayoría simple.
Y las leyes orgánicas deberían aprobarse por mayoría de tres quintos o de dos
tercios y no por mayoría absoluta. De esta manera se obligaría a cualquier
Gobierno a buscar amplias mayorías cualificadas, mayores consensos, así como
obligaría a los gobiernos a someter todos sus proyectos legislativos a debates
parlamentarios más profundos. Elevar un poco el listón de las mayorías requeridas
para la aprobación de leyes redundaría en una mayor implicación y participación
de los partidos y, por tanto, en más democracia.
Otra medida
necesaria sería la implementación de referendos y plebiscitos telemáticos, es
decir, mediante voto electrónico en páginas webs oficiales habilitadas al
efecto. No es de recibo que se puedan hacer hoy en día tantas transacciones
seguras por Internet y, sin embargo, algunos políticos y juristas sigan
poniendo trabas a esta modalidad de participación política ciudadana. En cualquier
caso, se podrían convocar dichas consultas presenciales en ayuntamientos y
juntas municipales, no en colegios, para reducir su coste y facilitar su rápida
convocatoria. Soluciones hay, lo que no hay es voluntad de dar la palabra al
pueblo más a menudo. En esto también tenemos que aprender mucho de los
estadounidenses.
Una democracia
participativa reduciría las firmas necesarias para presentar una Iniciativa
Legislativa Popular, actualmente fijadas en 500.000. Creo que la propuesta que
ya circula para reducirlas a 300.000 es adecuada. Además, habría que reconocer la Iniciativa
Constitucional Popular para proponer reformas de nuestra
norma fundamental, lo que actualmente no es posible. Así como habilitar el
Recurso de Inconstitucionalidad Popular para que un número considerable de
ciudadanos pudieran solicitar al Defensor del Pueblo dicho recurso ante
legislaciones que pudieran vulnerar derechos constitucionales de ciertos
colectivos.
Una democracia
participativa concedería más valor al mandato representativo consagrado en
nuestra Constitución pero limitado en la práctica por el mandato imperativo de
partido que impone el derecho parlamentario, con el aval de la jurisprudencia de
nuestro Tribunal Constitucional, que interpreta dicho mandato representativo sujeto
a la disciplina de partido del grupo en el que se inscribe cada parlamentario.
Cierto es que, ahora, quien se salta dicha disciplina puede ser sancionado por
su partido, pero sería más democrático habilitar un procedimiento por el que
cada proyecto legislativo, antes de ser debatido en la respectiva comisión
parlamentaria, se debatiera y se votara dentro de cada grupo parlamentario que
corresponda a un solo partido político, concediendo libertad de voto a cada
representante y publicidad al resultado de dichos debates y votaciones para que,
así, los electores conociéramos también las posiciones particulares de nuestros
representantes dentro de sus respectivos grupos parlamentarios. Las enmiendas
aprobadas por mayoría en cada grupo serían las que éstos propondrían después en
la comisión parlamentaria, confrontándolas con el resto de los grupos, excepto
con aquellos grupos parlamentarios formados por varios partidos, donde dicho
debate no sería posible por la diversidad ideológica que los conforman. Con el
modelo actual, son unos pocos parlamentarios de cada grupo los que deciden por
el resto, con la instrucción pertinente ordenada desde el partido o desde el
propio Gobierno.
También habría
que regular mejor la actividad de los lobbies o grupos de presión. Para ello,
una medida imprescindible sería publicar las agendas de los miembros de los
tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) así como la de la Jefatura del Estado, en
el ejercicio de sus funciones. Los ciudadanos sabríamos a quién reciben en sus
despachos los ministros, secretarios de Estado, subsecretarios, diputados,
senadores, vocales del Poder Judicial, etc., etc., aunque eso no evite
desconocer con quiénes quedan a comer o a tomar café.
Ampliar la
participación en nuestra democracia representativa conllevaría también el
derecho al voto a los 16 años, propuesta que ya hizo en su día Izquierda Unida,
defendida especialmente por su diputado Gaspar Llamazares. Y ampliar la
participación supone también facilitar la información parlamentaria a los
ciudadanos, para lo que sería imprescindible habilitar un canal de televisión
digital y una emisora de radio que informaran exclusivamente de toda la
actividad parlamentaria en Congreso, Senado y asambleas autonómicas.
La lista de mejoras
no se agota en estas líneas y cada ciudadano tiene, además, sus propias ideas
para perfeccionar nuestra democracia representativa. Sirvan estas reflexiones
tan solo para poner de manifiesto que, tal como recordaba en la primera parte
de este artículo y mal que le pesara a la otrora lideresa Esperanza Aguirre, la democracia tiene hoy un adjetivo que
amplía el horizonte de la misma; no es otro que el de “participativa”, tal y
como también reconoce, por cierto, el Tratado de Lisboa. Quizá también Aguirre
se saltó esa lectura…
Muy interesantes las propuestas
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