Corrigió el poema una vez más, creyendo que
sería la definitiva. Lo había escrito con orgullo hace más de veinte años, una
de esas mañanas al llegar a casa después de haber estado con él toda la
madrugada, silenciando su terrible deseo, ese que lo atenazaba desde que lo
conoció en aquel disco-bar donde trabajaba de encargado. Le cautivó su sonrisa
y su mirada alegre desde el primer momento. Se enganchó a su expresión sincera
y bondadosa. No pudo resistirse a quererlo desde aquel instante. Fue de las pocas
veces en su vida que sintió una atracción inmediata a la que no sabía ponerle
nombre, una atadura que lo empujaba a desearlo y a complacerle en lo que
quisiera. Sabía que un solo gesto, una sola palabra suya, bastaría para hacerlo
esclavo de sus apetencias, para amarlo hasta el infinito, pero todo quedó en
una sincera amistad desde el primer saludo, nunca tuvo valor para confesarle su
deseo insaciable y su amor oculto, que encontró en la poesía y en las horas con
él compartidas el único desahogo posible. Siempre fue un amor inalcanzable,
mezcla de pasión y duda, pues sospechaba que, de haberle gustado, quizá sus
caracteres serían incompatibles en una relación de pareja. Nunca se atrevió a
descubrirlo y tardó muchos años en regalarle los poemas que le había inspirado.
Solo a través de la palabra escrita pudo hacerle entender que aquel incógnito
deseo lo había acompañado toda su vida y aun hoy no lo había abandonado.
Cuántas veces había recordado el verso de Neruda, “mi deseo de ti es el más
terrible y corto”, cuando le escribía o lo llamaba por teléfono. Siempre fueron
buenos amigos, nunca se habían enfadado, y él siempre había estado dispuesto
para lo que fuera, para mucho más de lo que él ocasionalmente le pedía. “Si tú
supieras”, se había dicho tantas veces…
Ahora, corrigiendo el poema, se acordaba de
aquellas madrugadas en el Dúplex, dejando pasar las horas con cualquier excusa
con tal de verlo, aunque fuera de reojo, y hablar con él entre copa y copa.
Recordaba las veces que fue a comprarle cena, encantado de serle útil, y las
veces que pasearon por Chueca o por otros lugares, más allá de la hora de
cierre de los locales, dejando pasar el tiempo sin ninguna intención, hablando
de esto y de lo otro, sin sospechar quizá que sus labios suspiraban en cada
frase por uno de sus besos imaginarios. Cuántas horas pasadas en su coche
hablando sin preocuparse del tiempo, a la puerta de su casa, siempre con la
secreta intención de confesarle en algún silencio su deseo más permanente y
frágil. Ahora, mirando esa fotografía de más de veinte años atrás en el Parque
de Atenas, se preguntaba cuántas noches había llenado su vida con el secreto
placer que le había procurado imaginar un futuro a su lado, y cuántas veces
habría él sospechado que lo estaba imaginando. Nunca le dijo nada y nunca
tendría valor para decirle nada, pues la querencia que a él lo unía era la de
una profunda y sincera amistad que, quizá, de haber confesado el insufrible
deseo que lo maltrataba, habría terminado de forma abrupta. Esa noche, corrigiendo
el primero de los poemas que le escribió, seguía reconociéndose en sus versos,
pues a pesar del tiempo pasado y la distancia de sus encuentros, el suyo seguía
siendo un amor poético.
© FRANCÍ XAVIER
MUÑOZ 2015
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