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El
debate sobre monarquía o república en España se ha intensificado en los últimos
años como consecuencia de varios factores, principalmente por los escándalos en
los que se ha visto inmersa la
Corona y, secundariamente, por la crisis económica y política
que ha transmitido, creo yo, la sensación de gasto superfluo que conlleva la
monarquía parlamentaria como institución cuando ésta se revela incapaz -por
mandato constitucional- de intervenir de manera más efectiva y autónoma en su
función arbitral y moderadora entre poderes e instituciones.
Que
una república parlamentaria es más económica que una monarquía parlamentaria no
tiene discusión, a pesar de los intentos de determinados partidos y medios de
comunicación en edulcorar los datos contables para transmitir la idea de que la
monarquía española es de las más económicas de Europa o, como mucho, igual de
costosa que una República. Pero, a poco que se conozcan las funciones de un
monarca parlamentario o de un presidente de República, la diferencia económica
salta a la vista. En España, además de la dotación presupuestaria que cada año
el Congreso -a iniciativa del Gobierno- aprueba para la Corona (presupuesto de
libre disposición), hay que añadir los gastos que el Gobierno sufraga
directamente a la Familia Real :
seguridad, viajes oficiales, parque móvil y aéreo, residencias oficiales, etc.
Para decirlo de una vez, a nadie se le escapa que en una República
parlamentaria dichos gastos quedan limitados al Jefe del Estado y su cónyuge,
que son quienes participan en actos representativos de Estado, públicos o
privados, quedando excluidos los hijos o hermanos de quien ocupa la Jefatura del Estado.
Ahora bien, el argumento principal que se esgrime a favor de una
República es acabar con el anacronismo de la sucesión hereditaria al frente de la Jefatura del Estado,
reclamando el derecho a elegir democráticamente al titular de dicha
institución. Si bien en esto algunos tendrían que aclarar si, cuando defienden
una República por este motivo, están pensando en una República presidencialista
como la estadounidense o semi-presidencialista como la francesa o la
portuguesa, en las que efectivamente los ciudadanos eligen en las urnas al Jefe
del Estado, tenga éste plenas competencias ejecutivas (EE UU) o no (Francia o
Portugal, donde el presidente de la República se reserva algunos poderes, cediendo la
mayoría al primer ministro de su Gobierno). Porque si la República en la que se
piensa es la parlamentaria, en ésta a los presidentes no los elige directamente
el pueblo a través de elecciones sino que son elegidos indirectamente por el
pueblo a través de sus representantes políticos (Parlamento y, en su caso,
representantes regionales) que, reunidos en asamblea, proponen y eligen al Jefe
del Estado. La elección entre República presidencialista o parlamentaria es
importante, pues en aquélla la división de poderes es estricta y en ésta, no
tanto, de lo que se deducen importantes consecuencias a la hora de resolver
conflictos entre poderes, que pueden provocar un colapso institucional. Cada
una de esas formas republicanas aporta soluciones distintas para resolver
dichas situaciones y, por tanto, creo que hay que tener en cuenta estas
diferencias para decantarse por un tipo u otro de República en un sistema
democrático.
Además
de la razón económica, a muchos nos resulta más útil una República
parlamentaria pues en ella el Jefe del Estado tiene más autonomía para ejercer
las funciones constitucionales que tiene asignadas, siendo las más relevantes
las de integrar políticamente, arbitrar y moderar entre poderes e
instituciones. En una monarquía parlamentaria todos los actos políticos del Rey
son irresponsables y deben ser refrendados por el Gobierno de turno, lo que
significa que toda su iniciativa personal en el arbitrio y moderación entre
poderes, cuando exista un conflicto entre los mismos, tiene que ser autorizada
y controlada por dicho Gobierno, lo cual limita sobremanera esa importante
función constitucional asignada a la Jefatura del Estado en un sistema parlamentario
de Gobierno. En una República parlamentaria, sin embargo, el Jefe del Estado
puede desplegar toda su iniciativa personal para ejercer de árbitro y moderador
entre poderes e instituciones cuando la situación lo requiera. Lo estamos
viendo de manera continua en Italia, por ejemplo, donde el presidente Giorgio
Napolitano ha logrado reconducir muchas situaciones conflictivas en los últimos
años. Y aquí en España, por lo menos en dos ocasiones (guerra de Irak,
soberanismo catalán), la mayoría de los ciudadanos hemos echado de menos alguna
institución efectiva que pudiera superponerse con autoridad (no con poder)
entre instituciones ante determinados conflictos. Se dirá que el Rey ejerce
esas funciones con discreción, en la intimidad, pero vuelvo a repetir, el Rey
en una monarquía parlamentaria no puede ir más allá de lo que le marca el
Gobierno y, por tanto, dependiendo de cómo sea ese Gobierno así será la
iniciativa del monarca. La pregunta es sencilla: ¿para qué queremos una institución
que arbitra y modera entre poderes e instituciones si quien, efectivamente,
arbitra y modera es, en última instancia, el propio Gobierno?
En
una República parlamentaria (Italia, Alemania…) es una asamblea de
representantes políticos quien elige al Presidente y esto se hace así para que
represente de verdad a todos los ciudadanos y no tenga la legitimación directa
de una parte de los mismos en unas elecciones. Desconozco si en la actualidad
esos candidatos se dan de baja en los partidos en que militan, una vez son
elegidos presidentes de República. Si no es así, debiera ser así, aunque mucho
mejor sería proponer a candidatos ajenos a la política (que no apolíticos), que
integraran a una inmensa mayoría de
ciudadanos sobre otros valores que no fueran estrictamente los ideológicos o
partidistas. En todos los países hay académicos, científicos, intelectuales,
escritores, artistas, periodistas, empresarios, etc., que concitan una
identificación mayoritaria de la sociedad y esos serían buenos candidatos a
presidir una República parlamentaria en la que, además, se establecería un
puente entre políticos y ciudadanos que, ahora mismo, se echa mucho de menos.
En cualquier caso, ésta es una idea personal, claro está, ajena al debate entre
monarquía o república.
Al
final, el debate entre estas dos formas de Jefatura de Estado, monarquía o
república, para un sistema parlamentario de gobierno se reduce, prácticamente,
a la elección de su titular por transmisión hereditaria o por designación
popular directa o indirecta -que ya es suficiente debate- y al período de tiempo
que ejercerá dicho cargo, vitalicio o
temporal. No es una decisión banal pues el Jefe del Estado simboliza, además de
la unidad estatal y la integración política, la permanencia del Estado en el
tiempo, más allá de gobiernos temporales. Por eso, la representación simbólica
de la permanencia del Estado en la figura de un presidente se suele
circunscribir a mandatos largos (7 ó 5 años) que superen los mandatos
convencionales de las legislaturas parlamentarias. Y aquí, a muchos, nos asalta
otra pregunta: si los tiempos cambian, si las sociedades cambian, ¿es
democrático que no cambie la familia que representa al Estado?
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