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Los análisis poselectorales publicados
revelan que la elección del multimillonario Donald Trump como presidente de los
EE UU ha sido decidida, mayoritariamente, en las zonas rurales del interior del
país y en las ciudades menos pobladas; pero creo que su victoria -además de propiciarse
por el menor apoyo recibido por Clinton que Obama en 2012 y 2008- ha sido
impulsada principalmente por dos grupos de electores: 1. Los clásicos votantes
conservadores -con su cuota correspondiente de sexismo y xenofobia- que quieren
ver de nuevo al Partido Republicano dirigiendo la Administración y no
cuestionan al candidato que se elige en primarias. 2. Los votantes de clase
media y trabajadora, que han visto cómo ha disminuido su poder adquisitivo en
los últimos años por efecto de la crisis económica o por efecto de la
globalización, que ha reducido salarios o destruido empleos, como consecuencia
de la deslocalización de industrias, cierre de empresas o ajustes salvajes en
ellas para competir en el mercado global.
Se teoriza mucho sobré qué tipo de votante
ha dado la victoria a Trump. Unos insisten en que ha sido el votante blanco, de
edad media, con formación básica. Otros advierten que la victoria de Trump no
hubiera sido posible sin que otra cantidad considerable de votantes agraviados
por las diatribas del magnate lo hayan apoyado finalmente en las urnas. Esto
último quizá puedan explicarlo los psicólogos sociales. Yo creo, además, que a
su imprevisible victoria ha colaborado decisivamente el FBI, con su injerencia
en la recta final de la campaña electoral, amagando primero con la investigación de nuevos correos enviados por
Clinton desde su servidor personal en calidad de Secretaria de Estado y reculando,
después, negando que dichos correos pudieran reabrir la investigación a la que
se dio carpetazo en julio. ¿Qué intereses pretendía salvaguardar el FBI con esa
jugada en la última semana de la campaña electoral? ¿Los del pueblo
estadounidense, por si elegía a Clinton y luego se demostraba que había
cometido algún delito? ¿O los intereses del sector institucional y económico de
la seguridad y defensa nacional, supuestamente agraviados por la actuación de
Clinton con el envío de esos correos? Los poderes fácticos, y el FBI es uno de
ellos, son poderes reales con capacidad de influencia política a los que,
supuestamente, los poderes representativos, elegidos por el pueblo, deben
contener en sus impulsos intervencionistas. Quizás el daño infligido a la
candidatura de Clinton en esos últimos días de campaña se agravó con la
frenética conclusión a la que el FBI llegó tras el examen de esos nuevos
correos, eximiendo a Clinton de toda sospecha delictiva, pues muchos ciudadanos
estadounidenses podrían pensar, antes de depositar su voto en la urna, que la
larga mano de los Clinton y sus colaboradores estaba detrás de esa resolución.
Y eso fue lo que, precisamente, Trump aprovechó en uno de sus últimos mítines,
sembrando la duda sobre la correcta revisión de 650.000 correos en unos pocos
días.
Independientemente de que esta cuestión
pudiera haber cambiado el sentido del voto en un porcentaje decisivo de
electores, desde mi punto de vista en la elección de Trump hay también un
significativo voto de protesta hacia los daños colaterales que una globalización
desaforada, sin límites, ha ocasionado en la economía estadounidense, pues el
magnate neoyorquino se ha erigido en portavoz de dicha damnificación,
seduciendo posiblemente incluso a anti-globalizadores de izquierda que votaron
a Bernie Sanders en las primarias demócratas. El supuesto rechazo de Trump a la
globalización se incardina, así, con otros movimientos similares en Occidente
que están expresando su repulsa ante los desperfectos que dicha globalización está
ocasionando en todos los países, tanto a trabajadores como a consumidores
-aunque estos últimos aprecien menos dichos estragos por el beneficio que les
reporta el abaratamiento de los productos que consumen, sin darse cuenta que lo
que ganan como consumidores lo pierden como trabajadores. Quizás en este
sentido, si los gobiernos liberales tomaran acertada nota del porqué de la
elección de Donald Trump, ésta podría servir de revulsivo para marcar un punto
de inflexión en la sumisa tolerancia de dichos gobiernos hacia una
globalización económica en la que fluyen pingües beneficios empresariales a
costa de pobreza y precariedad laboral.
Millones de trabajadores -afectados especialmente
por la nivelación a la baja de los salarios que impone el mercado global- ven
cómo esos gobiernos neoliberales y social-liberales no resuelven los conflictos
que genera la globalización, especialmente la desigualdad creciente entre
países y la desigualdad global entre individuos, lo que genera movimientos
migratorios, no todos asimilados de forma legal, convirtiendo a los inmigrantes
ilegales en chivos expiatorios de los males económicos que aquejan a los
nacionales de cada país. Desde el estallido de la Gran Recesión de 2008 estamos
sumidos en una parálisis gubernamental que no es capaz de cuestionar a las
grandes corporaciones y a los grandes inversores el modelo de globalización que
han impuesto al mundo, con sus enormes beneficios fiscales y laborales, lo que
genera el enriquecimiento insultante de una minoría de privilegiados, al mismo
tiempo que el empobrecimiento de trabajadores en los nuevos países industriales
y la precarización de las condiciones de trabajo en los países
pos-industriales, de economía de servicios.
Lo paradójico es cómo un multimillonario
que pertenece a esa minoría de privilegiados va a tomar medidas para revertir la
globalización en beneficio de las clases medias y trabajadoras, tal y como ha
prometido Trump. Está por ver aún. El senador Bernie Sanders, contrincante
demócrata de Clinton, ya ha dicho que si Trump va en serio en este sentido, le
ofrece su colaboración. Quizás en esta cuestión, como en otras, Trump
decepcione pronto a sus seguidores; o todo lo contrario, pues su fortuna le
hace autónomo de otros poderes y cuenta, además, con mayoría republicana en el
Congreso.
No han esperado mucho algunos adalides de
la globalización a ultranza -esos que nunca la cuestionan- para comparar el
fenómeno Trump con partidos políticos como Podemos o Siryza, a los que liberales
progresistas y conservadores llaman populistas, igualándolos así a partidos de
ultraderecha, xenófobos y racistas, con los que les diferencia un mundo. Todo
vale en esta ceremonia de la confusión, celebrada para salvaguardar un sistema
capitalista global que se incardina con un sistema político liberal que ha sido
incapaz de limitar los excesos y corregir los defectos de la globalización y,
así, sólo nos cuenta las mil maravillas de una economía unidireccional que
tenemos que aceptar sí o sí.
Lo que parecen ignorar aún los partidos
liberales de centro-derecha y de centro-izquierda es que en democracia cuando los
gobiernos no resuelven serios problemas económicos a los ciudadanos, éstos suelen
expresar su queja en forma de voto de protesta, eligiendo opciones extremistas,
como ha ocurrido con el Brexit y
ahora con Trump. Tanto que los liberales demonizan a Podemos o Syriza y resulta
que en las dos cunas de la democracia occidental contemporánea, Gran Bretaña y
EE UU, triunfan opciones anti-sistema engendradas, en ambos casos, en el seno
de ideologías liberales conservadoras. Lo que, lamentablemente, no parecen
recordar nuestros gobernantes es que ya en los años treinta del siglo XX, por
los efectos de la Gran Depresión de 1929 y el colapso del Estado liberal, las
clases populares europeas encumbraron a ideologías fanáticas que llevaron al
mundo, finalmente, a la
Segunda Guerra Mundial. Que tomen nota los partidos y
gobiernos liberales, si no quieren que la triste Historia se repita. Pero que
no confundan a Trump o Le Pen con Podemos o Siryza porque no son lo mismo. Criticar
para mejorar este sistema no es ser anti-sistema. Como criticar esta
globalización no es ser anti-globalización. Y, aunque haya coincidencias en la
crítica de algunos aspectos de este sistema y de esta globalización, entre Trump
y Podemos o entre Le Pen y Siryza hay distancias insalvables, justamente las
que separan la democracia del autoritarismo, la xenofobia del
multiculturalismo, la integración de los inmigrantes de los muros excluyentes,
el sexismo de la igualdad sexual, etc. Liberales de pro como la presidenta de
Andalucía, Susana Díaz, o el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, saben bien de
estas diferencias; quizá por eso, sus declaraciones comparando a Trump con
Podemos se dirigen exclusivamente a votantes desinformados, fácilmente
confundibles y manipulables. Ellos
sabrán por qué.
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