domingo, 21 de agosto de 2011

mi reflexión | el papa radical

Publicado en IZQUIERDA DIGITAL el 22-08-11:
http://www.izquierdadigital.es/articles/419-El-papa-radical.asp


    No ha perdido ocasión el papa Benedicto XVI de criticar a “quienes, creyéndose dioses, desearían decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado”, en una clara alusión a los legisladores que permiten el aborto, la eutanasia o la reproducción asistida. Ejerciendo su poder temporal como Estado, no abandona el Vaticano su cerril prepotencia para criticar leyes que emanan de la voluntad general representada en los parlamentos democráticos. Sin embargo, nula actividad como jefe de Estado ha desarrollado Benedicto XVI, desde el inicio de la Gran Recesión en 2007, para presionar a los jefes de Estado y de Gobierno del G-20 en aras de construir un orden económico internacional más justo, interpretando fielmente para ese orden el pensamiento de Jesucristo recogido en los Evangelios. Aunque es mucho pedir, claro está, cuando ese pensamiento lo pervirtió el mismo Vaticano desde sus orígenes. Ahora que también es una multinacional se comprende que en asuntos económicos y mercantiles no ejerza presión.
    Pero, volviendo al principio, a los asuntos que de verdad le importan a Benedicto XVI, los relacionados con la sexualidad y su consecuencia, la vida, hay que enmarcar su discurso como una crítica a la Ley Orgánica 2/2010, reguladora de la interrupción voluntaria del embarazo, y al anteproyecto de ley de cuidados paliativos y muerte digna. Este anteproyecto sigue la estela de las leyes autonómicas de Andalucía y Aragón, que regulan el derecho a morir dignamente. Ya hace tres años causaron sorpresa las manifestaciones del exarzobispo de Sevilla, Carlos Amigo, en las que expresaba la opinión contraria de la jerarquía católica española a la entonces futura ley que se iba a debatir en la asamblea autonómica de Andalucía, con la que se pretendía regular la aplicación de tratamientos paliativos y sedaciones a enfermos terminales. Causaron extrañeza pues, desde Pío XII a Juan Pablo II, la doctrina oficial de la Iglesia católica había avalado la sedación terminal, entendida ésta como la limitación del esfuerzo terapéutico del paciente o el rechazo del tratamiento.
Pero más acá de aquella declaración de monseñor Amigo y más allá de lo dicho ahora por Benedicto XVI, iba siendo hora ya de que se regulara por ley el derecho a rechazar tratamientos paliativos y sedaciones terminales. Ojalá algún día la Iglesia católica corrija su error y reconozca este derecho, pues si tanto desde un punto de vista científico como desde un punto de vista cristiano se reconoce a la muerte como parte intrínseca e inseparable de la vida, el Derecho positivo no puede hacer otra cosa más que legalizar el derecho a una muerte digna (sean sedaciones, rechazos de tratamiento o eutanasia), ya que nuestra Constitución reconoce en su art. 15 que todos los españoles tenemos derecho a la vida, y en su art. 10 que la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad son fundamentos, entre otros, del orden político y social; o dicho de otra manera, que todos tenemos derecho a que se nos respete nuestra dignidad en función de la personalidad que libremente hemos desarrollado.
    Esto es tanto como decir, concordando los dos preceptos constitucionales citados, que todos los españoles tenemos derecho a una vida digna, pues es inconcebible la dignidad de la persona sin la vida de la misma, así como resulta también inconcebible, en un Estado democrático de Derecho como el nuestro, toda vida que no sea digna, pues para eso se le confiere a la dignidad de la persona fundamento constitucional. Si la ciencia y la religión se ponen de acuerdo en determinar que la muerte no es más que el tramo final de la vida, pero es parte sustancial e inseparable de la misma, es decir, requisito indispensable para vivir, ¿a qué viene tanta oposición por parte de la jerarquía católica a la regulación jurídica del derecho a la muerte digna, en función del libre desarrollo de nuestra personalidad, que también se manifiesta en la opción que elegimos en ese tramo final de nuestras vidas? Si tenemos derecho a una vida digna y la muerte es parte de la vida, ¿dónde está la contradicción entre la vida digna y la muerte digna, y sus respectivos derechos?
Para más inri –nunca mejor dicho-, la jerarquía católica ha llegado a decir que lo auténticamente digno es la vida. ¿Qué quieren decir con esto, que la muerte es o tiene que ser indigna por naturaleza o por voluntad de Dios? ¿Tenemos que entender, quizá, que el tránsito por el que Jesucristo abandonó esta vida, en su crucifixión, no fue digno desde un punto de vista espiritual? También han dicho los jerarcas de la Iglesia en alguna ocasión que las personas son intocables desde su nacimiento hasta el final. ¿Qué querían decir con ello, que la medicina atenta contra la voluntad de Dios? Incluso el arzobispo emérito de Pamplona, Fernando Sebastián, dijo una vez que Cristo no tuvo cuidados paliativos, como si en aquella época de la Historia hubiesen existido. ¿De dónde le viene este gusto al Vaticano por evitar que los enfermos terminales lleguen dignamente a la muerte, alargando indignamente el resquicio de vida, en un claro pulso a la naturaleza y al Dios en quien dicen creer? ¿Por qué ese gusto del Vaticano por el sufrimiento, cuando Jesucristo abogó siempre por la felicidad? ¿No será que los jerarcas que siempre interpretan la palabra de Cristo necesitan algún tipo de tratamiento, debido a lo avanzado de su edad, y lo rechazan?
    En cualquier caso, estamos ante una más de las flagrantes contradicciones en las que incurre el Vaticano, que lleva siglos interpretando a su manera la supuesta palabra de Jesucristo. Y ante una más de las indigestiones constitucionales que no asimilan ni la Santa Sede ni la Conferencia Episcopal Española. Por si acaso quedaba alguna duda de esto último, el papa Benedicto XVI se ha encargado de resolverla en este viaje, durante el discurso que pronunció en la Plaza de Cibeles de Madrid. Dijo que “hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces y cimientos que ellos mismos, que desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto”, claro alegato contra el Estado democrático de Derecho que se basa, precisamente, en eso que critica y rechaza este Papa: la voluntad general del pueblo representada en los parlamentos y gobiernos que deciden lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo que es justo o injusto, desde el orden jurídico-político, que es el único orden que asegura la convivencia social en Estados democráticos en los que se respetan los derechos individuales y colectivos. Su discurso parece ser también un claro alegato contra los jueces civiles, que dictan sentencias declarando lo verdadero o lo falso, lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, desde un orden judicial, que es el orden que administra los incumplimientos legales en un Estado democrático de Derecho.
    Así que cuidado con este Papa, pues su discurso se aproxima sospechosamente a otros discursos que defienden arraigar raíces y cimientos en pretendidas verdades absolutas reveladas por dioses o por iluminados, discursos que justifican todo tipo de extremismos, desde religiosos a políticos. El peligro de las palabras vagas, genéricas e inconcretas es que pueden servir igual a civilizados que a incontrolados, y luego pasa lo que pasa. Comprobada la radicalidad ideológica y el extremismo verbal de Benedicto XVI, que está insuflando a su Iglesia la convicción falsa de persecución y martirio, harían bien los gobiernos democráticos en leer antes los discursos papales para que estos se ciñeran a orientar a los católicos en su forma de vida y no a denostar ese entorno anticristiano que solo ve el Papa y que no se cansa de denunciar constantemente fuera de los juzgados, desde los púlpitos y las tribunas. En democracia hay que respetar al adversario y guardar las formas y eso es, precisamente, lo que no hace Benedicto XVI cada vez que viene a España.

© Francí Xavier Muñoz, 2011
Cuitas e ideas de un soñador desvelado. Vol. I

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