Gracias a la crisis despertamos del sueño en el que hemos dormido
durante décadas y nos damos cuenta (nos tenemos que dar cuenta, nos dicen) de
que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Este es el relato que
hacen de la crisis quienes, precisamente, han estado sentados en puestos de
responsabilidad y supervisión (política y económica) sin ver la crisis venir.
Las democracias que hemos construido entre todos han fallado, fundamentalmente
porque hemos aceptado que quienes dirigen las economías privadas y públicas se
vayan de rositas sin pagar por su ineptitud, ineptitud que cuesta miles de
millones, sufrimientos e incluso muertes.
Resulta que el Estado social (el Estado del bienestar) se construyó sobre
cimientos movedizos. El principal de ellos, la aceptación acrítica de un
sistema económico, el capitalista, que se basa en la explotación y dominación
ajenas, sin las cuales no puede funcionar, es decir, no puede dar beneficios. Nada
nuevo, por cierto, pues ya la antigua Roma republicana e imperial sostenía su
economía gracias a una extensa mano de obra esclava y un inmenso territorio
donde imponía sus reglas comerciales.
Sin
embargo, hasta ahora los beneficios del capitalismo se daban solo en una parte
del mundo, el desarrollado, ese que llamábamos “primer mundo” y que coincide,
básicamente, con el concepto de “mundo occidental”. Así, del colonialismo del
siglo XIX habíamos pasado al neo-colonialismo del siglo XX, en el que unas
cuantas potencias explotaban los recursos naturales y humanos de una larga
lista de países, impidiéndoles al mismo tiempo su desarrollo económico,
disfrazando esa explotación como “inversiones estratégicas” o “ayuda
internacional”. En realidad, pura panoplia, pura pose para ocultar la verdadera
realidad, que no era otra que la sostenibilidad de un mundo desarrollado
gracias a la insostenibilidad de otro sin desarrollar, rescatado por la
permanente caridad de una inversión o ayuda internacional que se prestaba a
cambio de que las élites políticas y económicas de esos países controlaran a
las masas, fundamentalmente para que éstas no cuestionaran el sistema y se hicieran
con el poder, saliéndose del guión establecido por las oligarquías del “primer
mundo”.
Sin embargo, unas cuantas naciones parece que se cansaron de seguir a
pie juntillas este guión y comenzaron a rebelarse, iniciando así un camino de
expansión y crecimiento económico propio que fue comiendo terreno a ese mundo
occidental. Esos países, conocidos en los círculos financieros como “los BRICS”
(Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) han desbaratado los planes de las
potencias capitalistas occidentales y éstas se encuentran ahora con que tienen
que repartir el pastel de las materias primas y los recursos energéticos. Pero
resulta que el mundo es finito y sus yacimientos también, por lo que resulta
materialmente imposible que el capitalismo pueda nutrir a tantos países de las
energías y recursos que todos necesitan para mantener su nivel de producción y
plusvalías.
¿Qué hacer ante el previsible colapso del sistema capitalista, ante el
embotellamiento que la falta de recursos provocará en el potencial crecimiento
de los países del G-20? Quizás el Foro de Davos y el Club Bilderberg dieron la
respuesta y los gobiernos más afectados comenzaron a aplicarla. Quizá entre
todos llegaron a la conclusión de que, en esas circunstancias, todos los países
del G-20 no podrían crecer al mismo tiempo y quizá determinaron que la solución
para seguir manteniendo el bienestar de unos pocos pasaba por generar el
decrecimiento adecuado que permitiera reducir los costes del sistema
capitalista y su sistema socio-político agregado, el Estado del bienestar. Quizá
decidieron que la solución pasaba simple y llanamente por expulsar del sistema
estatal a quienes más prestaciones recibían del mismo, es decir, a quienes más
costaban a dicho sistema. El razonamiento pudo ser así de sencillo: si el
sistema no da para más y no puede asegurar el bienestar de una población cada
vez más creciente, no habrá más remedio que excluir de dicho sistema a una
parte de esa población para hacer sostenible el sistema sin que “los amos del
mundo” tengan que aportar más recursos al mismo.
¿Fue esta la solución adoptada por los círculos de poder económico, por
las oligarquías fácticas, convenientemente explicitada y ordenada a las
oligarquías políticas de unos cuantos países que entonces estaban a la cabeza
del PIB mundial? ¿De qué habla cada año el Club Bilderberg con los dirigentes
más poderosos e influyentes si no es de las directrices que deben adoptar los
diferentes gobiernos para mantener el statu
quo de la gobernabilidad mundial, entendida ésta como aquella que asegura
los intereses de los grandes grupos económicos?
¿Decidieron “los amos del mundo”, después de generar el colapso
financiero mundial, que la única solución posible para preservar sus
inversiones en el mundo occidental era prestar ayuda a las entidades
financieras culpables del abismo, transfiriendo gasto público de la sociedad a
la banca, para lo cual había que reducir el coste de los Estados del bienestar,
reduciendo y privatizando la mayoría de sus prestaciones y excluyendo de las
mismas a extensas capas de la población, aunque esa exclusión conllevara
muertes precipitadas y suicidios?
“Los
amos del mundo” tienen la respuesta. Nosotros, solo las sospechas…
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