nueva tribuna
Tras la masiva
manifestación de Barcelona algunos medios ya se han apresurado a cantar
victoria, hablando del fin de la hegemonía del independentismo, obviando que
una gran cantidad de manifestantes procedían de fuera de Catalunya, mientras
que los independentistas movilizaron el uno de octubre a más de dos millones de
personas. Yo no mostraría tan ufano una victoria que se puede volver pírrica a
la vuelta de la esquina, en cuanto el independentismo recule y se reorganice
mejor para dar la próxima batalla -que será larguísima- en el entorno europeo e
internacional. Veremos a ver qué efecto rebote tiene la agitación de la bandera
española en calles y balcones en esta cadena agresiva de acción-reacción en la
que están sumidos Gobierno central y Govern autonómico. Las pistas ya las ha
dado el expresident Artur Mas, al señalar que Catalunya no tiene todavía los
instrumentos efectivos para hacer real la independencia, haciendo un flaco
favor a la causa independentista, reconociendo por un lado su falta de previsión
y anticipando, por otro, estrategias de futuro. Creo que a Mas, por su
imprudente locuacidad, le espera algún destino diplomático en alguna de esas
delegaciones que la Generalitat tiene repartidas por Europa.
Difícil será a
partir de ahora que el independentismo ahuyente el miedo a un corralito
financiero o a cualquier otra medida de excepción económica que ya estará
pergeñando el Gobierno central con las grandes corporaciones a las que sirve
fielmente desde su llegada a La Moncloa. En su estrategia coordinada con los
mercados, la primera señal fue el discurso del Rey, con el guiño al Ejército, y
la segunda fue la estampida de las sedes sociales de grandes empresas y bancos
para asustar a los inversores, con decreto exprés incluido. Es la estrategia
del miedo que ha funcionado a la perfección cuando algún país ha querido
inquietar al gran capital y es la estrategia a la que se pliegan los gobiernos
de esas mercadocracias en las que vivimos en el sur de Europa. Si tan efectivos
resultaran ahora el rey Felipe VI y unos cuantos grandes empresarios
trasladando su sede social fuera de Catalunya, ¿a qué ha esperado Rajoy tantos
años para activar este mecanismo que, según algunos, va a desactivar el
independentismo en un santiamén? ¿No será que, a falta de ETA, bueno era el procés para recuperar voto perdido de la
abstención, de la derecha extrema (Vox y otros) y de la derecha joven
(Ciudadanos), que ante un ataque a la sacrosanta patria volverían al redil del
PP? Es evidente que, tanto la antigua CDC como el PP han tensionado la cuerda
del conflicto para obtener réditos electorales para tapar sus respectivas
corrupciones; aunque eso por sí solo no explica que más de dos millones de
catalanes se sumen a esa estrategia y, por tanto, es evidente que hay un
problema político y social de fondo que viene agrandándose desde el recurso de
inconstitucionalidad del PP contra el Estatut. El conflicto, además, ha sido
vehiculado principalmente por organizaciones de la sociedad catalana, a la que
han prestado orientación y dirección los tres partidos que suman en el
Parlament la mayoría absoluta para defender la opción independentista. Sólo un
inútil o un perverso al frente de La Moncloa podía dejar enquistar este
problema hasta que fuera motivo de enfrentamiento en las calles, que es lo que
ha sido hasta ahora de una manera más o menos pacífica pero, me temo, que lo
será menos de aquí en adelante. Sólo el interés electoralista del PP, insisto,
explica semejante irresponsabilidad porque, gracias a esa inacción de años y a
la bravuconada respuesta de última hora, antes teníamos un problema que se
llamaba "referéndum consultivo" y, ahora, tenemos uno nuevo que se
llama "independentismo catalán".
En su exaltación
patriótica (esa que defiende la patria con la bandera y la cartera con la
evasión) hemos visto rebrotar en unos días el nacionalismo español (que existe
y que es tan peligroso como cualquier otro nacionalismo) que se oculta entre
muchos de los votantes del centro-derecha y del centro-izquierda, nacionalismo
que fue convenientemente inoculado en los libros de Historia por los agiógrafos
de Franco, libros que transmitieron a unas cuantas generaciones las ideas
torcidas de una España grande y libre que no existió más que en la fantasía de
los vencedores de la Guerra Civil. Cuesta mucho tiempo desterrar ideas
torcidas, máxime cuando éstas se enquistan en la infancia y son transmitidas
como prueba irrefutable, como norma derivada de algún tipo de Derecho natural o
divino. De aquellos polvos, estos lodos, y la herencia recibida del franquismo
sociológico que anida en la llamada "gente de bien" se manifiesta hoy
envuelta en la bandera española al grito de "yo soy español, español,
español", aunque ser español sea hoy también lamentable sinónimo de
trabajador pobre, niño desnutrido, hipotecado deshauciado, desempleado de larga
duración o exiliado económico. Desde hoy ya podemos hablar del "tripartito
de la rojigualda": PPSOEC'S. Causa inquietud comprobar cómo una disputa
territorial, inteligentemente tensionada por partidos gubernamentales
corruptos, saca a la calle a millones de personas mientras sus derechos
económicos y sociales son lesionados permanentemente por los recortes a uno y
otro lado del Ebro.
En su discurso a
los congregados en Barcelona, el ya español escritor peruano Vargas Llosa
repetía la machacona fantasía de los quinientos años de Historia de nuestra
patria, Historia que debería saber que nunca fue tan avenida como la derecha
española quiso ver siempre en el relato que sentaba las bases de una ideología
que tenía origen y destino en la fundamentación y consistencia de Dios, la
patria y el Rey. La unidad de España nace en la Edad Moderna a finales del
siglo XV con el matrimonio entre la reina de Castilla y el rey de Aragón, pero
es una unidad política fundamentada principalmente en la unidad de acción
exterior, pues ambos reinos conservarán hasta el siglo XVIII instituciones
políticas, judiciales y financieras propias, con sus correspondientes
competencias, y por supuesto su ordenamiento civil, sus lenguas y sus
costumbres culturales y sociales. En diversos períodos de esa Historia común
hubo, además, momentos de encuentros y desencuentros y tensiones entre unos y
otros territorios agrupados en la Corona de Castilla, León, Aragón y Navarra,
pues los monarcas no se intitularon oficialmente como reyes “de España"
hasta la coronación de José Bonaparte en 1808. Es en el siglo XIX cuando, de la
España liberal de las Cortes de Cádiz, surge por fin la nación española, esa
que termina por derribar las últimas aduanas comerciales interiores entre los
territorios de los antiguos reinos peninsulares. Sólo he visto a un cargo
público del PP, Alberto Ruiz-Gallardón, reconocer que la nación española, en
puridad, tiene poco más de doscientos años, tal y como demuestra la historiografía
a la que uno accede, lamentablemente, en la enseñanza universitaria y no en la
secundaria.
Este recordatorio
sirve para tener en cuenta que la construcción de España es y será todavía tema
de discusión mientras la derecha no reconozca que el mito de nuestra patria
común e indivisible no es tan sencillo y hermoso como ella lo pinta y que hay
sentimientos propios arraigados durante siglos en la cultura política y social
de esos territorios que durante siglos disfrutaron de cierta autonomía en la monarquía
federal de los Austrias y que se incorporaron al Estado liberal decimonónico,
como no podía ser menos, sin renunciar a ese orgulloso pasado que les hizo
formar parte de una Corona, la de Aragón, que no tuvo nada que envidiar a la de
Castilla (más bien lo contrario) hasta el matrimonio político que selló el
destino común de ambos reinos. Ese pasado histórico configura la esencia de
nuestro Estado autonómico y cuando en alguno de esos territorios, como el de
Catalunya, casi un ochenta por ciento de ciudadanos quieren expresar una
opinión en las urnas, y casi el cincuenta por ciento quieren, además, irse de
España, no se puede mirar para otro lado y repetir machaconamente con un
ejemplar en la boca: "es que, mire usted, la Constitución no lo permite".
Parlem, que ja va sent hora, para que
ese diálogo fructifique en una España más sensible, más inclusiva y más
avanzada. Catalunya siempre ha puesto encima de la mesa, antes que otros
territorios, sus criticadas demandas, algunas de las cuales, después, se han
demostrado efectivas y eficaces, sumándose detrás todos los que en principio
las despreciaban. Quizá, después de tantos años dándole vueltas al asunto,
tengamos que agradecer a esos catalanes que demandan el derecho a decidir con
insistencia una reforma constitucional profunda de la que todos los españoles
salgamos beneficiados, porque cuando Catalunya avanza, con ella avanza también
España, mal que le pese a esa derecha rancia que, como siempre, en estas
cuestiones se mueve sólo arrastrada por los acontecimientos o por otra mayoría
de gobierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario