20 DE MARZO, DOMINGO
Querido Noah…
Cuando estás más acostumbrado a entregar que a
recibir, se hace difícil expresar la emoción que estás sintiendo cuando alguien
te está confesando su sentimiento gozoso por tenerte como amigo, y más difícil
se hace responder a un regalo de los sueños, como fue aquella canción que
escogiste para decirme que estabas feliz porque yo fuera tu mejor amigo. Ahora
que han pasado unos días desde aquel momento y puedo pensar con lentitud, me
invade una sensación extraña, que no ajena, que me hace caminar unido junto a
ti y me siento, por ello, yo también feliz.
Me reprochaba, a veces, mi dificultad por abrir mi
sentimiento al tuyo y por no ceder parte de mis secretos. Pero aquel jueves la
vida quiso que nos viéramos obligados a demostrar, por fin, los dominios
abiertos de nuestro cercano deseo de amistad. Abrimos en aquella tarde
deshojada de invierno nuestra carne al amor y sentimos en el corazón un pequeño
desgarro, mezcla a la vez de placer y dolor. Era la llamada de un anhelo
furtivo que, entre penumbras hasta entonces, había pujado por salir de la
oscuridad en que dormía. Los dos sentimos la llama viva de una amistad que, a
partir de entonces, ya no sería la misma. Estábamos dando un gran paso,
perdidos en la mirada del mundo, y teníamos la íntima convicción de que
aquella apuesta no saldría mal del todo.
Aquel jueves
la vida me regaló un momento perdurable que quedará para siempre en el
recuerdo más íntimo, ése que sabe sólo de sentimientos. Abracé la palabra amigo en toda su dimensión y en la
expresión más verdadera, aquella que habla de dolor, de sufrimiento, y a la vez
de compañía, de unión. Aquel jueves, vivimos los dos una experiencia que nos
hizo crecer juntos, que nos permitió conocernos mejor y demostrarnos ambos
hasta dónde estábamos dispuestos a llegar en nuestra amistad.
Te encontré sentado frente al Cine Princesa, donde
habíamos quedado para ver la película Tres colores. Azul. Al saludarte,
ya noté una expresión distinta e, inmediatamente, me dijiste que no tenías
ganas de ver la película, ni de ir al cine, ni de nada; que fuéramos a tomar
algo a un lugar tranquilo donde pudiéramos hablar; que todo había cambiado veinte
minutos antes.
Sentados en un rincón del Café del Alphaville me
contaste que habías descubierto una carta de Bernard a su amigo de Santoña, donde
hacía referencia a una aventura que había tenido con otro. Una semana antes
habíamos estado hablando con Flavia, en ese mismo lugar, de las infidelidades
que comete el signo Libra, de tu disposición al sentimiento y al amor, de tu
inocencia y bondad. Dos semanas antes, tú y yo habíamos hablado en el Café del
Nuncio de nuestros conceptos de pareja, de nuestra capacidad de sacrificio por
amor. Como una premonición, parecía que esas conversaciones habían seguido
todas un hilo conductor hasta desembocar en la evidencia real de aquello que
habíamos estado reflexionando.
Estabas derrotado, hundido. Tenía a mi lado al amigo
vencido, rabiando incomprensión, ahogando en su interior el dolor de la
traición, la herida abierta que el amado le había causado, la broma que la
vida le estaba gastando. No supe qué decir en los primeros instantes. Aquello
superaba con creces el conocimiento que, hasta entonces, yo tenía de Bernard.
Nunca imaginé que sus bromas, algún día, dejarían de serlo. Me costó mucho esfuerzo,
al principio, hacerme a la idea de que él, conociéndote como te conoce, siendo
consciente de lo que tú le entregas, de lo que esperas a cambio, de cómo
concibes ciertas cosas, de cuál es tu concepto de amor, de cómo sufres con todo
lo que atañe a vuestra relación, sabiendo lo enamorado que estás y lo que le
amas, fuera capaz de haberte sido infiel.
Nos había defraudado a los dos, pero a ti, además,
te había mentido, te había traicionado. ¿Qué podías esperar a partir de ahora?
Todos tus esquemas estaban rotos. Nos fuimos a pasear al Retiro y allí me di
cuenta de que la vida, quizá por primera vez, te situaba en la tesitura de
cuestionar tus ideas, de adaptarlas a la realidad del mundo, de reconstruir tus
conceptos y de enfrentarte a la vida mejor preparado para el sufrimiento,
mejor predispuesto para las perennes heridas que deja abiertas el sentimiento.
Remando en aquella barca del lago del Retiro comencé a reaccionar y a sentir en
mi piel la desconsoladora sensación de ahogo y vacío eterno que causa el
desamor cuando te toca. Sentía ya en todo mi cuerpo no sólo tu patente dolor
sino también el de Bernard y, con el vuestro, recuperaba el mío de los
tempranos recuerdos. Vi con claridad que lo que necesitabas no eran consuelos,
que nunca los hay, sino armas para ganarle a la vida estas batallas. Por eso
empecé a contarte lo que yo había aprendido en estas luchas y de lo que había
conseguido instruirme en los combates para ser yo quien pasa por la vida y no
ser un hombre traspasado por ella.
Inicié, entonces, contigo una conversación en la que
yo, por vez primera, me desnudaba por completo y abría toda mi filosofía a tus
oídos. Aquella tarde sentí que además de prestarte mi hombro estaba dando un
paso definitivo por incorporarte a mis sentidos y que, a partir de ahora, tú
también eras mi mejor amigo. Por eso he querido recordar en esta carta lo que,
más deslavazado que ahora, te dije...
porque, siempre, como dice Pablo Neruda, entre los labios y la voz
algo se va muriendo.
Te dije lo que Alejandro Magno decía, que hay que
vivir como si tuviera que ser para siempre y como si cada momento pudiera ser
el último. Que teníamos que estar siempre preparados para afrontar el
dolor y el sufrimiento. Que había que acostumbrarse a vivir acompañado del
recuerdo triste de las cosas y de las personas que nos han dejado, porque todo
ello constituye la melancolía de la vida, sentimiento vivo inherente a la
misma. Que no podíamos pretender aferrarnos para siempre al placer, a la felicidad,
a la dicha gozosa, ya que todo ello formaría parte de una irrealidad más
dolorosa aún que el propio dolor, pues éste golpea en las fibras que tenemos
educadas para protegernos, pero aquéllas, cuando nos abandonan, nos sorprenden
por lo acostumbrado que estábamos a su disfrute y no acertamos a desprendernos
de su compañía. Que teníamos que aprender, por tanto, a ser virtuosos en el
sentido aristotélico, es decir, aprender a vivir en la virtud, que es el
justo medio entre dos defectos: la felicidad plena y la desgracia absoluta.
Nadie puede humanamente vivir sólo en uno de esos dos extremos porque no
viviría en la realidad del mundo. Es ésa una de las injusticias más evidentes.
Por eso, la melancolía debe ser, como te había dicho antes, inherente a la
vida, porque es algo más de lo que Aristóteles decía que era: el gesto
supremo del espíritu; es la esencia de la vida, ese sentimiento mezcla de
dolor y placer que nos invade a veces sin saber si tenemos que reír o llorar.
He ahí donde radica el secreto del saber vivir.
Te dije también que la vida era un paseo entre
hogueras encendidas y apagadas. Que teníamos que estar siempre prendiendo fuegos que nos hicieran sentir vivos, pero
que a veces teníamos que quemarnos, porque no se puede caminar siempre descalzo
entre llamas sin quemarse alguna vez. Y que era bueno, además, porque es lo
que nos hace despertar, lo que impide dormirnos en el sueño sofocante de la
vida. Que teníamos que acostumbrarnos a caminar también entre cenizas, los
restos de aquellas hogueras que un día prendieron en nuestro corazón y respiraron
encendidas con las llamas agitándose al viento, hasta que nuestro descuido,
por no avivarlas lo suficiente, o una ráfaga de viento las apagó. Que debíamos
intentar siempre atizarlas de nuevo, pero que si su llama se había extinguido
por algo con más fuerza que nosotros mismos, debíamos dejarlas morir con
tranquilidad, sin perturbar su agonía, y mantenerlas reposadas en el lugar que
ocuparon, pues ese lugar será siempre irreemplazable, les pertenecerá como los
sueños a la noche. Que teníamos que estar preparados para soportar el dolor
que produce la quemadura de una hoguera que se apaga hasta que se convierte en
un puñado de cenizas y se enfría, finalmente, y deja de echar humo.
Te dije, también, que teníamos que disfrutar siempre
sin perder la inocencia ante las nuevas experiencias, ante las nuevas personas.
Que teníamos que abrirnos al mundo por completo, desnudarnos por entero a todo
soplo de vida, a toda esperanza de luz, y confiar a ciegas en que aquello que
vamos a vivir va a ser lo más pleno y excitante, como si nunca antes lo hubiéramos
vivido. Que teníamos que abrazar siempre los momentos como nuevos, como si
fueran los primeros, para disfrutarlos plenamente. Que no se trataba de
olvidar ni destruir la memoria, las experiencias anteriores, sino de dejarlas
en su lugar, en el baúl de los recuerdos, pues ése es su lugar. Pero que
teníamos que tener presente lo que nos hizo aprender, aquello que nos hizo
cambiar, lo que esas vivencias tuvieron de bueno para hacernos crecer. Nuestro
ánimo tiene que estar constantemente predispuesto para entrar a saco en nuevas
aventuras sin olvidar -de eso se trata- nuestro yo, que se ha ido haciendo a
base de pasar por los instantes de la vida aprehendiendo la materia de sus
formas. Ése es otro de los secretos: tener siempre la edad de la inocencia,
pero no vivir en ella.
Te dije, también, que no podíamos permitir que nadie
nos robara la capacidad de amar ni la capacidad de sorprendernos y deslumbrarnos
ante lo inaudito o inesperado, porque entonces nos roban la vida y nos
sentimos muertos estando vivos. Y que no debíamos caer en esa fatalidad. Por
eso teníamos que estar preparados para la ausencia, y de esa manera, poder
seguir viviendo sin amputarnos la sensibilidad de seguir disfrutando de nuevos
momentos, de nuevas experiencias, todas además distintas a las anteriores,
porque así como no hay dos personas iguales, tampoco hay dos instantes
idénticos. Cada persona, cada momento, es irrepetible en sí mismo, nunca más
lo volveremos a vivir igual. Por eso, no podemos dejar que se nos escape el tren
que pasa por delante nuestro, porque cada nuevo tren que cojamos nos hará
recorrer un viaje diferente a través de paisajes y lugares nuevos y distintos;
aunque a veces parecidos, pero siempre únicos.
Te dije, también, que el amor se entrega pero permanece
siempre en nosotros porque está dentro de nosotros mismos, es la expresión de
nuestra capacidad de amar. Y ésa es siempre la misma, es inherente a nuestra
personalidad. El amor que sentimos nos moldea como personas y lo somos en
función del amor que somos capaces de dar. Amamos siempre de la misma manera a
personas diferentes con detalles y entornos distintos. Por eso, te dije, si
has sido capaz de amar una vez, serás capaz de amar siempre. Los que te dejen
se marcharán con el amor que les has dado, pero nunca debes permitir que se
lleven consigo tu amor, el que tú tienes, porque entonces se llevan también con
él todo tu ser. Alejandro Magno decía que del amor nacen algo más que hijos:
los hijos de los sueños, y ésos son los que nunca debemos entregar a los
que nos abandonan, porque son los más importantes, ya que el hombre es un
dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, que decía Hölderlin. De
lo contrario, moriremos en la penumbra de los amores carbonizados.
Te dije, finalmente, que no se trataba de cerrar
nuestra carne al amor, de negar a los demás la posibilidad que ya dimos a
otros. De lo que se trata es de saber siempre a la altura a la que nos estamos
elevando, de medir la altura a la que nos eleva la vida, las personas y las experiencias;
de mirar para abajo cuando nos sentimos elevados a un cielo desbordante, para
calcular la distancia a la que podemos caer después sin temor a hacernos
daño. Que de lo que se trataba era de subir siempre, de elevarse, pero siendo
conscientes de que es posible que tengamos que bajar, que es posible que nos
caigamos. Si hemos medido esa distancia no tendremos miedo a la caída, porque
ya sabremos cómo prepararnos para llegar otra vez al suelo del que despegamos.
Al final de aquel largo paseo nos fuimos andando
hasta el Hotel Palace, donde tomamos una copa, ya más relajados, escuchando
las notas que aquel hombre al piano dejaba caer suavemente en el salón del bar
de la cúpula. Y ahora recuerdo que se me olvidó entonces decirte lo que dijo
Marco Aurelio en una ocasión, que nada le sucede al hombre que su naturaleza
no esté preparada para soportar.
©
FRANCÍ XAVIER MUÑOZ 1994
Recuerdo de olvidos y
presentes ausencias. Cartas y diario de Xavi Sabater
No hay comentarios:
Publicar un comentario