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La Iglesia católica ha enfrentado numerosos
escándalos y crisis a lo largo de su Historia. Ya en sus orígenes, las
primitivas iglesias cristianas no escondían sus discrepancias y discusiones.
Quizá lo comenzaron a hacer cuando el cristianismo se convirtió en la religión
oficial del Imperio romano, allá por el siglo IV. Desde entonces, las luchas de
poder entre los obispos de Oriente y Occidente, las herejías, las tensiones de
los papas con los monarcas y emperadores, las corrupciones del Vaticano, las
Cruzadas, la Inquisición, la Reforma luterana con la aparición de las iglesias
protestantes, la férrea oposición a que ilustrados y liberales impusieran la
separación Iglesia-Estado, etc., han jalonado la evolución de la Iglesia
católica de continuos sobresaltos y cuestionamientos permanentes. En el siglo
XX fue el Concilio Vaticano II, con su apertura hacia sectores desfavorecidos y
olvidados, quien introdujo una nueva crisis en la Iglesia, pero los escándalos
de pederastia que están denunciándose en los últimos años amenazan a la
institución con una espada de Damocles quizá más afilada que en otras épocas de
la Historia, pues llegan en un tiempo de secularización y relativismo moral que
exige a la Iglesia católica una respuesta contundente contra los curas
pederastas, que alivie el dolor de las víctimas y evite la repetición de esta
execrable conducta entre un clero que, además de formar a los niños y jóvenes
que atiende en sus instituciones educativas y caritativas, debe protegerlos por
su edad y vulnerabilidad.
Hasta ahora, han sido los papas Benedicto
XVI y Francisco I quienes han tenido que afrontar, definitivamente, la lucha
interna y externa contra los curas pederastas pero, a menudo, la respuesta ha
sido tibia, dejando a las víctimas insatisfechas y mostrando que en la Iglesia,
más allá del Vaticano, hay una actitud complaciente con los delincuentes, que
lleva a protegerlos de la justicia civil y penal y a, como mucho, apartarlos de
sus obligaciones de cara al público para que no reincidan en sus abusivas
prácticas. Ha sido, hasta ahora, la respuesta más habitual de la Iglesia, dejándose
llevar por el típico corporativismo del que adolecen las grandes
organizaciones, sean cuales sean. Sin embargo, la sociedad civil está
demandando, cada vez más, al Papa y los obispos una actitud clara de rechazo,
condena y, sobre todo, indignación que acredite que, desde dentro de la
Iglesia, se está luchando con todas las armas disponibles contra esta lacra
que, lamentablemente, lleva siglos contaminando la loable tarea que, por otro
lado, hace la Iglesia con personas a las que nadie quiere atender y en lugares
adonde nadie quiere llegar. Por eso mismo, el papa Francisco debe encarar con
energía, para lo que queda de su mandato, una estrategia nítida y clara de
lucha contra los curas pederastas, pues la conducta inmoral de éstos atenta no
solo contra mandamientos canónicos evidentes sino contra derechos civiles
inalienables. Por tanto, a la mínima denuncia o sospecha de pederastia en
cualquier parroquia o institución eclesiástica, el obispado pertinente debe
aislar al cura en cuestión, abrir una investigación interna y entregarlo, si
fuera el caso, a las autoridades civiles o penales sin dilación. Además, la
Iglesia debe abandonar de inmediato esa actitud de compasión o comprensión con
los curas pederastas y apoyar desde el minuto uno a las víctimas, aunque
después, en el curso del proceso, se llegar a demostrar que hubiera mediado una
denuncia falsa. Ya habrá tiempo de corregir y pedir disculpas al sacerdote.
Pero, de entrada, la institución y la norma deben proteger, como el Derecho
mismo, al más débil en una relación de fuerzas desigual.
Más discutible es si el cura pederasta,
una vez probados los hechos, debe seguir formando parte de la Iglesia o no.
Indiscutiblemente, debe cumplir la condena impuesta por los juzgados y
tribunales ordinarios, independientemente de la indemnización económica que
merezca la víctima. Sin embargo, una vez cumplida la condena civil o penal,
¿debe o no seguir en la Iglesia el cura en cuestión? Esa es una respuesta que
debe dar la misma Iglesia pero, sin duda, ni un solo cura pederasta condenado
debe seguir sirviendo en público dentro de la institución y, menos aún, con
menores de edad. Además, cualquier Estado debe seguir ejerciendo una labor de
control sobre los curas pederastas que cumplieron su condena y en eso debe colaborar
sin más objeción cada obispado responsable del destino de dicho sacerdote.
En estas cuestiones no es de recibo
argumentar, como hace a menudo la Iglesia para quitarle hierro al asunto, que
en otros órdenes de la vida se dan también casos de pederastia, que se dan sin
duda alguna, pero estamos hablando de una institución que predica unos valores,
un comportamiento, una rectitud y una ejemplaridad que algunos se saltan a la
torera y, lo que es peor aún, con el conocimiento y el silencio cómplice de sus
superiores. ¿En qué tipo de Dios creen quienes, dentro de la Iglesia, han
ocultado a estos corruptores de menores, delincuentes infames que se aprovechan
de la debilidad de niños y jóvenes en situación de inferioridad o
vulnerabilidad? No es de recibo argumentar que también esos curas son pecadores
y que tienen derecho a recibir el perdón de Dios, que lo tienen, sin duda, pero
fuera de la Iglesia entonces, no dentro, porque están pisoteando los valores
sobre los que se construyó la religión más practicada del mundo, que además
exige un comportamiento ímprobo a sus seguidores. Los que cometen el pecado y
el delito tienen derecho al arrepentimiento y al perdón, sin duda alguna, pero
quienes han encubierto durante años a los curas pederastas tienen que responder
también ante la justicia y ante el Vaticano, y éste no puede esconderse en la
prescripción de los delitos ni en la falta de conocimiento de los mismos.
Delincuentes y encubridores deben tener similar castigo.
De no ser así, la Iglesia católica seguirá
descendiendo por la pendiente de la desconfianza, el descrédito y la
irrelevancia en una sociedad occidental en la que, cada vez más, se exige de
las instituciones (como de aquella mujer de un emperador romano) no sólo ser
honradas sino también parecerlo y demostrarlo. Quizá se vayan abriendo paso con
el debate, como ya se ha propuesto, por un lado abolir el celibato para que
curas y monjas puedan entablar relaciones afectivo-sexuales (como pudieron
hacerlo durante unos cuantos siglos), y por otro lado, levantar el secreto de
confesión en casos especiales en los que se está revelando ya no un pecado sino
también un delito. El Papa, sus cardenales y obispos tienen más que nunca no
sólo la obligación de luchar contra la pederastia sino también la misión de
erradicarla dentro de las instituciones eclesiásticas. De lo contrario, y
aunque más tarde que temprano, será la pederastia la que erradique a la Iglesia
católica de las preferencias de los creyentes cristianos.
Muy buen artículo amigo Francí.
ResponderEliminarProcedo a darle difusión.
Muy buen artículo Francí!
ResponderEliminarAbrazos
TE FELICITO...! comparto al 100%
ResponderEliminarCOMO SIEMPRE UN MEDULOSO TRABAJO DE ANÁLISIS Y REFLEXIÓN EN UN TEMA DE ACTUALIDAD, INCLUSO CON PROPUESTA DE SOLUCIONES...EN UN TEMA TAN GRAVE QUE ESTÁ PONIENDO EN PELIGRO LA SUBSISTENCIA DE LA INSTITUCIÓN. GRACIAS POR TU APORTE Y CLARIDAD.....!